Revolviendo
entre papeles viejos, cartas antiguas, y fotos casi invisibles, encontré una
pequeña servilleta de papel, de bar.
Estaba
amarillenta, arrugada. Parecía como si alguien la hubiera mal recortado. Había
escrito algo en ella, casi borrado
La
tinta estaba descolorida y tuve que acercarla mucho a la luz para poder leer lo
que en ella ponía.
Eran
sólo dos líneas…“Hay amores que duran para siempre, aunque no puedan estar
juntos”
Cerré
fuertemente los ojos intentado volver a revivir el instante, pero el recuerdo
se me resistía. Poco a poco se fue abriendo camino, una sonrisa cayó de mis labios,
junto con una lágrima indiscreta.
El
recuerdo llegó a mí, fresco, como si fuera reciente. Lo recordé todo.
Ocurrió
una tarde de invierno. Estábamos todos los que salíamos juntos en el mismo bar
de siempre, uno de esos en los
que los
codos se enganchan a las mesas y prefieres beber directamente de la botella que
de un vaso.
No
faltaba nadie, porque uno de nosotros, mi mejor amigo en aquélla época,
marchaba al día siguiente a vivir a otra ciudad. Lo que me tenía sumida en una
inmensa tristeza y un dolor opresivo, con regusto a soledad, oprimiéndome el
pecho.
Como
siempre estábamos sentados juntos, cuchicheando. Sabíamos de sobra que todos
pensaban que éramos algo más que
amigos,
pero no era cierto. Vamos, al menos yo, lo tenía clarísimo.
Le
quería mucho porque podía contárselo absolutamente todo y siempre encontraba
las palabras justas para explicarme lo que no entendía o aclararme lo que me
confundía.
El cogió
una de aquellas servilletas y ocultándome lo que escribía con la mano,
garabateó unas líneas en ella.
Luego
la recortó, la dobló y me dijo que no la leyera hasta que él ya hubiera
marchado de la ciudad.
Naturalmente
no le hice caso, así que desdoblé el papel, y leí la frase, antes dicha.
Mi
mente se quedó bloqueada. En blanco. Ni
podía ni sabía pensar.
Recuerdo
que leí aquella nota tantas veces que la aprendí de memoria.
Le miré
y él me ocultó su mirada. Eso me transtornó del todo. Reaccioné mal y
violentamente, le tiré el papel a la cara, empujé la silla, me levanté y me
dirigí a los malolientes servicios públicos.
Allí
dentro, escondida, lloré hasta que se me agotaron las lágrimas, o eso creí yo.
Luego supe que las lágrimas están guardadas en un depósito que no tiene fin.
Cuando
salí él ya se había ido. Todos los del grupo me miraron expectantes, con los
interrogantes dibujados en sus pupilas.
No pude
pronunciar palabra, sólo arranqué una servilleta y sacando el bolígrafo que
siempre llevaba encima, escribí la frase de marras.
Salí de
allí sin decir nada. Cuando llegué a casa, la guardé entre mis tesoros y
pasaron meses hasta que dejé de leerla cada noche.
Nunca
más supe de él. Salvo que, al menos durante un tiempo, me había amado.
Sin
saber por qué acerqué el trozo de papel a la nariz y, casi me muero de la
impresión. Olía a él. Su colonia estaba en aquel papel.
No
pensé que ello no tenía nada de extraño, ya que siempre estábamos juntos
y, a poder ser muy cerca, ambos llevábamos
en la piel el olor del otro.
Sin
pararme a pensar, en un loco impulso, fui al ordenador a buscar algo, no sabía
bien el qué, pero recordaba perfectamente su nombre y sus apellidos, y en
aquellos pocos segundos había comprendido lo que en toda una vida no entendí,
que yo también lo amaba entonces, y lo seguía amando ahora.
Encontré
su número y sin parar a pensarlo, lo marqué. Respiraba con dificultad, sentía
que me ahogaba, el aparato daba señal de llamada, pero nadie contestaba. No sé
cuanto rato sonó hasta que lo descolgaron y una voz desconocida pero amable me
contestó.
Casi
tartamudeando pregunté, dando el nombre completo, por él.
Con
mucha dulzura y una voz que me traía viejos recuerdos, el caballero que me
contestó me explicó que hacía unas semanas su
padre
había muerto.
Como
mejor pude, expresé mis condolencias y rapidamente, sin darle tiempo a
preguntar mi nombre colgué.
Lloré
hasta hartarme. Hacía unos años que vivía sola, mis hijos estaban casados o
independizados y mi marido y yo hacía años que nos habíamos separado.
Tardíamente
comprendí que por necia había perdido el único amor verdadero de mi vida.
Guardé,
la nota en la caja de los recuerdos, maldiciendo la hora en que se me ocurrió
revolver en ella.
Me di
una ducha relajante, me maquillé y salí decidida a pasar una buena y agradable
tarde de compras. Eso siempre me animaba.
Ya en
la portería miré el buzón. Tenía una carta. La letra me hizo dar un respingo,
me era familiar, no tenía remitente. Nerviosa destrocé el sobre y saqué de él
una hoja doblada por la mitad de la
que
cayó un viejo trozo de servilleta de bar, pequeña, rota, amarillenta y vieja
que reconocí al instante.
Desdoble
la hoja y en ella sólo había escrito: “ Te lo dije entonces y te lo repito
antes de irme… Hay amores que duran para siempre aunque no puedan estar juntos”,,,
Apreté
la carta contra mi pecho llorando, y regresé a mi casa.
Pero
dos cosas me quedaron muy claras: Que el amor no tiene edad, y que cuando la
vida te da un regalo hay que cogerlo a la primera, nunca hay segunda
oportunidad.