martes, 14 de agosto de 2012

NOS FALTO UN ADIOS…




Fue todo tan rápido, tan insospechado, tan contradictorio, sutil incluso, ocurrió lentamente, sin tiempo posible para reaccionar.
Nuestra historia era como una montaña rusa gigantesca, con grandes altos y bajos, llena de encuentros y desencuentros, de ilusión y tristeza, de intensidad sublime y vacíos insalvables, pero nunca, ni tú ni yo, imaginamos que pudiera acabar así.
Un día, no sé cuando, al volver a casa  no estabas allí. Pensé que era otra de tus ausencias. Era algo tan habitual, tan inherente a tu forma de ser, que ni importancia le daba.
Tardé  cierto tiempo en darme cuenta de que esta vez tu ausencia era diferente, porque contrariamente a las otras veces, ésta no te encontraba escondido entre mis pensamientos.
No, esta vez habías desaparecido del todo, en silencio, sin decir nada, con el sigilo suficiente como para que no pudiera darme cuenta.
Siempre notaba cuando deseabas partir y jamás se me ocurrió impedírtelo, pero siempre me pedías, para llevar junto a ti, algo que te hiciera recordarme.
La única vez que no estuve atenta, cual chiquillo enfadado, te fuiste
sin llevar nada que de nuevo te condujera a mí.
Quizá tu desconcierto fue tan grande como el mío. Estábamos acostumbrados a mantener esa extraña conexión que siempre nos mantenía unidos, cerca el uno del otro, por más lejos que la distancia en la vida nos pusiera, pero al romper ese vínculo ni tú ni yo sabíamos como  ni donde volver a encontrarnos.
No voy a mentirte, lloré tu ausencia, mi dolor era fuerte profundo, se clavaba intensamente en lo más profundo de mí.
El tiempo pasaba y sin darme cuenta, un día descubrí que ya no te extrañaba, pese a que aún te amaba.
Mi vida se había ido deslizando hacia una plácida pradera, sin montañas rusas  en la que tú ya para nada encajabas.
Durante un tiempo me esforcé para entender cómo podía amarte si ya no te añoraba.
Finalmente lo dejé, comprendí que nada tenía que ver con mi voluntad o la tuya, que era algo que escapaba a nuestra comprensión, que ahí quedaría para siempre ese amor, incompleto inacabado, porque nunca ninguno de los dos  quisimos o supimos decirle adios.

lunes, 6 de agosto de 2012

AMOR, AMAR Y UNA SOLA COSA MAS



A veces, cuando recuerdo aquella tarde, todavía siento agarrotado en mi garganta el grito que no dejé salir.
Recuerdo perfectamente el momento, el instante en que tus ojos se convirtieron en una niebla gris y espesa, a través de la cual no podía penetrar. Todo tu cuerpo pareció endurecerse, fue como si tus músculos se contrajeran por el esfuerzo que te costaba callar lo que en realidad querías gritar.
En silencio acariciste mi mejilla con la mano, y dando la vuelta te diluiste entre el gentío mucho más rápido de lo que yo esperaba.
Me quedé allí, quieta,  mirando tu ausencia, pero sintiendo el fuerte peso de tu presencia.
Hasta que el frío no me obligó a reaccionar permanecí allí, esperando, no sabía muy bien el qué, sólo esperaba… Quizá que volvieras a decirme que lo entendías, que no era tan rara, que, aunque te costara, intentarías aprender a comprender esa parte de mí que ante ti descubría. Pero no fue así. Te marchaste y hasta ayer no te volví a ver.
Sí, ayer te vi.  Pasaste a mi lado, casi rozándome, sin reparar en nada, ni siquiera te diste cuenta de que había alguien allí.
Ibas bien acompañado, sonriente y feliz, con una hermosa mujer colgada de tu brazo, que te miraba con esa mirada que sólo el amor pone en los ojos. Arrobada, entregada, pendiente de ti.
El paseo estaba casi vacío, así que aproveché y sentándome os seguí con la mirada hasta donde alcancé.
Me quedé allí sentada, pensando en la mentira y la verdad de amar. Tú que me decías que era imposible volver a sentir algo por nadie que no fuera yo, habías encontrado ya, lo que por mi sinceridad, había perdido poco tiempo atrás.
Sonreí en silencio. La vida a veces tiene una manera muy especial de encargarse de que comprendamos que todo es demasiado fugaz.
Toda la amargura de tus ojos de aquel lejano día se había ido ya. Otra vez volvías a amar, y, tengo la seguridad de que si ahora te lo preguntara, tu asombro no te dejaría decir la verdad.
Sí te perdí, y por propia voluntad. Lo jugué todo a una carta y creo que me olvidé antes de barajar, pensando que me iba a salir la más alta, porque creía que tú eras especial.
Sólo fue una suposición la que te llevó a dejarme. Una pregunta de algo que quizá no sucedería jamás, pero que sí sucedía, por mi parte, estaba dispuesta a aceptar.
Es terrible lo que nos obliga a hacer el orgullo, somos tan incapaces de aceptar que no somos únicos, que la mera posibilidad de que algun día, quizá, pudiera compartir mi amor con alguien más, te alejó para siempre de mí.
Sé que muchos piensan como tú, lo que ignoro, es si realmente es por convicción o por miedo al que dirán.
Aquel día lo único que yo quería saber era si, al igual que yo, pensabas que se podían amar a diferentes personas, a la vez y con igual intensidad. Tu respuesta fue clara, no.
Sigo sola mi camino, porque la pregunta siempre sale de mis labios, cosa que yo no deseo evitar, al contrario, cada vez la pregunto antes y más.
Confío en que el día llegará en que alguien contestará a mi pregunta con un rotundo sí, y añadirá, que no cree que sea
la locura la que me lleva a semejante cosa preguntar, sino mi
más genuina, pura y sencilla verdad.

viernes, 3 de agosto de 2012

EL RAMITO DE VIOLETAS



Salí a la calle como con desgana, no tenía ganas de andar, pero tampoco me apetecía quedarme en casa mirando la televisión hasta que la cabeza me quedara cuadrada como la pantalla.
Era una tarde gris, empezaba a refrescar. El veramp ya estaba lejos, era el día 3 de noviembre.
Levanté el cuello de la gabardina, até fuerte el cinturón y miré hacia ambos lados de la calle dudando que direcciòn tomar. Me decidí por la izquierda.
Sin saber cómo llegué a Las Ramblas de las Flores, estaba tan preciosa como siempre. Avancé entre las paradas, admirando en cada una de ellas las exóticas flores que ahora vendían, añorando un poco,  los tiempos en que sólo eran claveles, lirios, mimosas, rosas y las flores propias de la estación.
Bajaba hacia el mar, cuando al fondo de una de las paradas, en un viejo balde de zinc, ennegrecido por el paso de los años, las ví. Allí estaban. Las primeras violetas. Eran tan hermosas, tan sencillas, tan perfectas.
Sin dudarlo ni un instante pedí que me hicieran un ramito de ellas, uniendo varios manojos, porque eran tan minúsculos que apenas si
se veían las flores entre las hojas verdes.
Las pagué a un precio, que, ahora, al pensarlo, aún me hace sentir escalofríos, pero no me importó. Para qué estaba el dinero sino para permitirme aquellos pequeños regalos.
Me las entregaron y hundí la nariz en ellas. Estaban húmedas y desprendían su habitual, sutil y dulzón perfume.
Mis ojos se llenaron de lágrimas y, aunque tarde, comprendí que no tenía que haberlas comprado.
Cada año me pasaba lo mismo, aunque no mirara el calendario, sabía perfectamente el día en que debía acudir a Las Ramblas de las Flores y comprar mi ramito de violetas.
Hacía muchos años lucí en mi pecho un ramito de violetas un 3 de noviembre. Fue el día más feliz de mi vida. Los recuerdos empañaron mi mente y las lágrimas mis ojos.
Las apreté fuertemente contra mi pecho, dejé que mi alma se escapara en un profundo suspiro, y, con el dorso de la mano sequé mis húmedas mejillas.
En unos instantes pasaron tantas imágenes ante mí que tuve que apartarme un poco del tumulto de la gente para apoyarme en un árbol, me sentía mareada y débil muy débil.
Sabiendo que no debía hacerlo, continué caminando hasta llegar al puerto, allí me senté al final del paseo, y me quedé inmóvil, con las violetas apretadas contra mí, mirando fijamente al mar, esperando, como si de él me fuera a ser devuelto lo que en su día desapareció.
No sé el rato que estuve allí, pero cuando me levanté ya había oscurecido del todo y hacía frío.
Me arrebujé en la gabardina y haciendo uso de todo mi valor, me acerqué a la orilla del puerto, miré fijamente a la mar, como para convencerme de que no iba a devolverme nada, y con gesto rápido tiré el ramito de violetas, sintiendo al hacerlo que parte de mí se iba con él.
Me giré deprisa  tropezando con alguien. Alcé los ojos, y ellos crearon la ilusión de hacerme creer que estaba viendo la cara que tanto y tanto buscaba entre todo aquél que se cruzaba en mi camino.
Ahogué un grito, separándome tambaleante, con suma amabilidad el señor con el que había tropezado, se apresuró a sujetarme, la verdad de no haberlo hecho, creo que hubiera caído al suelo.
Farfullé intentando dar las gracias y explicarme a la vez, cosa imposible ya que además estaba sollozando.
El me alargó un pañuelo, agradecida lo tomé y al acercarlo a mis ojos vi las iniciales bordadas en él.
Entonces sí, entonces sí que tuvo que sostenerme con fuerza, porque perdí el conocimiento.
Cuando volví a abrir los ojos, vi los suyos clavados en los míos, llenos de preocupación y congoja, y en el fondo amor, un amor profundo y sereno como el de siempre, como el que recordaba tan bien,
No pude pronunciar palabra y sin embargo nos dijimos tantas cosas. Cuando recobré la voz sólo le pregunté: “¿Estamos vivos o muertos?”,
Estalló en carcajadas, a pesar de sus lágrimas, me besó y abrazándome fuerte, fuerte me dijo:
“No, estamos vivos, muy vivos, y dónde y cómo siempre debimos estar, juntos”,
Ay señor!, estiré las piernas, y busqué a ciegas las zapatillas debajo del sofá. Miré hacia el balcón, ya era de noche, empezaba a sentir hambre.
Me levanté y mientras iba a la cocina pensaba que tenía que dejar de jugar con aquéllos sueños en los que sin querer, pero queriendo, me volvía a sentir viva de nuevo, pero  que luego me hacían muchos más duro el continuar.
La casa estaba vacía como siempre. Encendí la luz de la cocina y con una melancólica sonrisa me acerqué al mármol sobre el que había un diminuto jarrón con un ramito de violetas seco, y que, milagrosamente, permanecía entero pese al paso del tiempo.
Con un gesto rápido lo cogí, abrí el cubo de la basura y  estuve casi a punto de tirarlo. Pero no pude. Volví a dejarlo pensando. “El próximo año cuando llegue el 3 de noviembre, ya veremos qué hago”

jueves, 2 de agosto de 2012

PAPELES, FOTOS Y UN VIEJO RECUERDO



Revolviendo entre papeles viejos, cartas antiguas, y fotos casi invisibles, encontré una pequeña servilleta de papel, de bar.
Estaba amarillenta, arrugada. Parecía como si alguien la hubiera mal recortado. Había escrito algo en ella, casi borrado
La tinta estaba descolorida y tuve que acercarla mucho a la luz para poder leer lo que en ella ponía.
Eran sólo dos líneas…“Hay amores que duran para siempre, aunque no puedan estar juntos”
Cerré fuertemente los ojos intentado volver a revivir el instante, pero el recuerdo se me resistía. Poco a poco se fue abriendo camino, una sonrisa cayó de mis labios, junto con una lágrima indiscreta.
El recuerdo llegó a mí, fresco, como si fuera reciente. Lo recordé todo.
Ocurrió una tarde de invierno. Estábamos todos los que salíamos juntos en el mismo bar de siempre, uno de esos en los
que los codos se enganchan a las mesas y prefieres beber directamente de la botella que de un vaso.
No faltaba nadie, porque uno de nosotros, mi mejor amigo en aquélla época, marchaba al día siguiente a vivir a otra ciudad. Lo que me tenía sumida en una inmensa tristeza y un dolor opresivo, con regusto a soledad, oprimiéndome el pecho.
Como siempre estábamos sentados juntos, cuchicheando. Sabíamos de sobra que todos pensaban que éramos algo más que
amigos, pero no era cierto. Vamos, al menos yo, lo tenía clarísimo.
Le quería mucho porque podía contárselo absolutamente todo y siempre encontraba las palabras justas para explicarme lo que no entendía o aclararme lo que me confundía.
El cogió una de aquellas servilletas y ocultándome lo que escribía con la mano, garabateó unas líneas en ella.
Luego la recortó, la dobló y me dijo que no la leyera hasta que él ya hubiera marchado de la ciudad.
Naturalmente no le hice caso, así que desdoblé el papel, y leí la frase, antes dicha.
Mi mente se quedó bloqueada. En  blanco. Ni podía ni sabía pensar.
Recuerdo que leí aquella nota tantas veces que la aprendí de memoria.
Le miré y él me ocultó su mirada. Eso me transtornó del todo. Reaccioné mal y violentamente, le tiré el papel a la cara, empujé la silla, me levanté y me dirigí a los malolientes servicios públicos.
Allí dentro, escondida, lloré hasta que se me agotaron las lágrimas, o eso creí yo. Luego supe que las lágrimas están guardadas en un depósito que no tiene fin.
Cuando salí él ya se había ido. Todos los del grupo me miraron expectantes, con los interrogantes dibujados en sus pupilas.
No pude pronunciar palabra, sólo arranqué una servilleta y sacando el bolígrafo que siempre llevaba encima, escribí la frase de marras.
Salí de allí sin decir nada. Cuando llegué a casa, la guardé entre mis tesoros y pasaron meses hasta que dejé de leerla cada noche.
Nunca más supe de él. Salvo que, al menos durante un tiempo, me había amado.
Sin saber por qué acerqué el trozo de papel a la nariz y, casi me muero de la impresión. Olía a él. Su colonia estaba en aquel papel.
No pensé que ello no tenía nada de extraño, ya que siempre estábamos juntos y,  a poder ser muy cerca, ambos llevábamos en la piel el olor del otro.
Sin pararme a pensar, en un loco impulso, fui al ordenador a buscar algo, no sabía bien el qué, pero recordaba perfectamente su nombre y sus apellidos, y en aquellos pocos segundos había comprendido lo que en toda una vida no entendí, que yo también lo amaba entonces, y lo seguía amando ahora.
Encontré su número y sin parar a pensarlo, lo marqué. Respiraba con dificultad, sentía que me ahogaba, el aparato daba señal de llamada, pero nadie contestaba. No sé cuanto rato sonó hasta que lo descolgaron y una voz desconocida pero amable me contestó.
Casi tartamudeando pregunté, dando el nombre completo, por él.
Con mucha dulzura y una voz que me traía viejos recuerdos, el caballero que me contestó me explicó que hacía unas semanas su
padre había muerto.
Como mejor pude, expresé mis condolencias y rapidamente, sin darle tiempo a preguntar mi nombre colgué.
Lloré hasta hartarme. Hacía unos años que vivía sola, mis hijos estaban casados o independizados y mi marido y yo hacía años que nos habíamos separado.
Tardíamente comprendí que por necia había perdido el único amor verdadero de mi vida.
Guardé, la nota en la caja de los recuerdos, maldiciendo la hora en que se me ocurrió revolver en ella.
Me di una ducha relajante, me maquillé y salí decidida a pasar una buena y agradable tarde de compras. Eso siempre me animaba.
Ya en la portería miré el buzón. Tenía una carta. La letra me hizo dar un respingo, me era familiar, no tenía remitente. Nerviosa destrocé el sobre y saqué de él una hoja doblada por la mitad de la
que cayó un viejo trozo de servilleta de bar, pequeña, rota, amarillenta y vieja que reconocí al instante.
Desdoble la hoja y en ella sólo había escrito: “ Te lo dije entonces y te lo repito antes de irme… Hay amores que duran para siempre aunque no puedan estar juntos”,,,
Apreté la carta contra mi pecho llorando, y regresé a mi casa.
Pero dos cosas me quedaron muy claras: Que el amor no tiene edad, y que cuando la vida te da un regalo hay que cogerlo a la primera, nunca hay segunda oportunidad.