Hacía
frío, me arrebujé en la enorme manta de lana que me había echado sobre los
hombros para salir a la terraza. Me resistía a
entrar
en casa.
El
mayor acierto de mi vida había sido la compra de aquella casa. Todos me
llamaron loca, dijeron que me exponía a ladrones, malhechores y yo que sé
cuantos males más por propia voluntad, pero no consiguieron convencerme.
En el
momento en que conseguí reunir el dinero suficiente, me dediqué en cuerpo y
alma a buscar una casa como la que tenía.
Una
casa de una sola planta, que desde sus ventanas se viera la mar y si podía ser
que de ella a la arena de la playa no hubiera que dar más de dos pasos.
Tres
años me costó encontrarla y al fin, cuando ya casi estaba a punto de lanzar la
toalla, apareció.
No sólo
se veía la mar, sino que desde la terraza y tan sólo bajando dos escalones, mis
pies ya se hundían en la arena de la playa.
Estaba
sola, no tenía vecinos, sólo la mar como única compañía. A veces como una dulce
melodía, otras embravecida y enfadada, dando fuertes golpes contra el espigón
que quedaba a unos 100 m.
escasos.
Nadie
entendió porque quería ir a vivir allí. Alejada del pueblo. Sola. Nadie
entendía que era eso lo que buscaba. Soledad.
Me
pasaba horas enteras sentada en aquel viejo sillón que ya encontré en la casa y
al que la única reforma que hice, fue
aumentar su espuma, taparlo con una vieja colcha y ponerle unos cuantos
cojines, con el termo de café al lado, encima de una desvencijada mesa, coja,
mi taza de café preferida, mis cigarrillos y un cenicero.
Dejaba
que mis ojos se cansaran hasta llegar a picarme en el intento de ver más allá
del infinito. Había días de mar calma en que se fundía la línea divisoria entre
mar y horizonte, formando un todo que no podía separar mis cansados ojos.
En un
año, era el tiempo que llevaba allí viviendo, mi piel, morena de natural, había
adquirido un permanente tono tostado.
Los
días fríos del invierno, también salía, aprovechando las horas de sol a
sentarme allí.
También
lo hacía cuando la lluvia era fina y seguida y no las tremendas tormentas que
por allí solían menudear en los más crudos días de invierno.
Cuando
la tormenta era fuerte, entraba el sofá en casa y me sentaba en él poniéndolo
frente a cualquiera de los lados de la casa, rodeada toda ella, por una enorme
galería.
Un día
tenía que entretenerme a contar cuantos vidrios rectangulares, separados por
finos listones de madera había en
total.
Era
este un pensamiento recurrente que siempre acudía a
mí en
los días de temporal.
Miraba
y miraba a la mar y esperaba, siempre esperaba. Sólo lo dije una vez. Cuando me
preguntaron que para que quería ir a vivir allí si escribir podía hacerlo desde
cualquier lugar. Mi respuesta fue que iba allí a esperar.
Nadie
me pregunto el qué, afortunadamente. Digo, afortunadamente porque no me gusta
decir palabras altisonantes o desairar a nadie. Pero a nadie le importaba el
que o a quien esperaba y mi respuesta, seguro, hubiera sido ácida y tajante.
Cierto
que había días en los que hasta yo me preguntaba por que seguía aferrada a
aquella ilusión, porque seguía esperando, era absurdo pensar que me encontraría
allí alguien que ni tan siquiera sabía donde estaba para poder decirle mi
paradero.
Bebí un
sorbo del ardiente café, y encendí otro cigarrillo, me gustaba tanto el café y
fumar… Me costó un poco y tuve que agachar la cabeza y con una mano proteger la
llama del encendedor, el aire lo apagaba y no podía prender bien el cigarro.
Apartándome
el pelo de la cara, miré hacia el espigón pensando que ya iba siendo hora de
meterme en casa.
El sol
estaba ya a punto de hundirse en el agua y una luz rojiza daba un brillo
especial a la arena.
Me
pareció ver que desde el Paseo, más allá del espigón una figura alta y alargada
saltaba a la arena. No le di mayor importancia. Muchos eran los que gustaban
pasear a aquella hora por la desierta arena.
Volví
mis ojos hacia la mar. Pero, algo que no sabría explicar me hacía mirar una y
otra vez a la figura que ya había sorteado el espigón y seguía caminando en
línea recta hacia donde yo estaba.
Era un
hombre, llevaba los zapatos en una mano, los pantalones remangados, supongo que
para salvarlos del agua, y una antigua bolsa de piel de viaje en la otra mano.
El aire
agitaba la chaqueta de su traje y en cambio no se llevaba el sombrero “Panamá”
que se mantenía en su sitio impertérrito.
Un
fuerte golpe de viento, al fin, lo arrancó de su cabeza y lo trajo hasta mis
pies.
Me
agaché para recogerlo. Lo sostuve entre mis manos, siempre me han gustado los
sombreros, tanto para caballeros como para señoras, especialmente el “Panamá”
para ellos y el auténtico “Cordobés” negro y de buen fieltro para ellas. No
pude evitar acariciarlo y me giré para esperar al estrafalario personaje que
lo
había perdido.
Al
moverlo un conocido aroma me aturdió. Sorprendida clavé mi mirada en el
sombrero como si éste pudiera decirme algo que yo ni me atrevía a preguntar.
No hizo
falta, una voz añorada, amada y largamente esperada, susurró muy cerca de mí:
- Sabía
que me esperabas, pero siempre has dominado a la perfección el arte de escoger
los sitios más complicados y de difícil acceso para hacerlo.
Las
lágrimas cegaban totalmente mis ojos, le miré pero no le ví.
Tan
sólo sentí sus brazos encercando mi tembloroso cuerpo.
Mi
espera había terminada. La mar, una vez más, había cumplido su pacto,
devolviéndome al que durante tanto tiempo y en silencio seguía amando.