lunes, 22 de octubre de 2012

RESPETO


RESPETO

Respeto tú silencio, por más que duela
tus silencio opaco, y ni poder escucharte.

Respeto tu mirada ausente, aunque
me turbe y no me permitas enfrentarla.

Respeto tus callados labios, pese a
que me abrase el deseo de besarlos.

Respeto tus bellas manos, aunque
deba contener las mías y no tocarlas

Respeto todo tu ser, te respeto a ti
por el amor que hacia ti siento.

Y si no sintiese ese respeto, esto,
que por ti siento, no sería amor.

jueves, 18 de octubre de 2012

MI SUEÑO



Aunque sé de sobra que ya nunca se cumplirá mi sueño, no dejo por eso de arroparlo cada noche, como si de un niño se tratara.
Estoy convencida de que el día que deje de acariciarlo habré muerto, porque ya no sentiré nada, y la vida sin un sentimiento se convierte en eso, en nada.
Mis ojos seguirán mirando incansables las rojas puestas de sol en el otoño, buscando siempre entre las caídas hojas aquellas tan especiales que tienen forma de corazón, porque quiero seguir creyendo que eso me traerá suerte.
Mis oídos siempre estarán atentos al murmullo de la mar, para saber de que humor viene, porque seguiré creyendo que ella es la que también hace que el mío cambie.
Mis manos seguirán acariciando el suave pelo de mi perrita, a la que quiero tanto, asombrándome cada día de la fidelidad que me tiene y el amor que me da.
Mi boca seguirá siempre esperando a que la tuya vuelva de nuevo a cubrirla, llenándola de dulzuras compartidas, y nunca olvidadas.
Mi olfato distinguirá siempre si el aire trae aromas de tormenta o si por el contrario anuncia la calma de los cálidos y dorados días de la fértil estación del otoño.
Porque sé, que mientras siga sintiendo eso, permanecerá vivo mi sueño, y mientras tenga un sueño, yo, continuaré viviendo.

miércoles, 17 de octubre de 2012

AMOR O DESAMOR SIEMPRE DESEADO



Por la entreabierta ventana
se filtran las primeras luces del día.
En tu boca baila la sonrisa, con la
que, al fin, anoche te venció el sueño.
Con suave y leve movimiento
abres tus hermosos, bellos ojos.
En silencio sin, apenas mirarme.
te levantas, te vistes y marchas.
El aroma de tu piel permanece
entre en las ropas de la cama.
Dejo, con agrado, que mis sentidos
se impregnen de tu fragancia.
La acariciadora brisa del amanecer
asemeja el leve roce de tus manos.
Perdiéndose en suaves caricias
sobre la anhelante piel de mi cuerpo.
Sé que no puedo huir, me has poseído,
no puedo dejar de pensar en ti.
Quizá mañana, quizá algun día,
encuentre las palabras justas.
Las que te hagan saber de una vez
por todas  lo que por ti estoy sintiendo.
Estar contigo me desconcierta, pero
estar sin ti me perturba, me da miedo.
Me derrumba, me pierdo, no  me encuentro
ni sé quien soy, sino estamos juntos.
Amor y desamor, maliciosa,
demoledora mezcla que me destroza.
Dualidad indeseable que nos separa
y nos aleja cada vez más.
Permanezco en silencia esperando
con anhelo, que llegue de nuevo la noche.
Desgranando los minutos de uno en uno
contando bajito las solitarias horas.
Esperando tu retorno, tú, que aún,  
sin haberte ido, formas parte ya del olvido.
Ambos seremos cómplices, siempre,
unidos, por un, casi,  amor compartido.

Daría.

martes, 16 de octubre de 2012

PROMESAS DE LA MAR




Hacía frío, me arrebujé en la enorme manta de lana que me había echado sobre los hombros para salir a la terraza. Me resistía a
entrar en casa.
El mayor acierto de mi vida había sido la compra de aquella casa. Todos me llamaron loca, dijeron que me exponía a ladrones, malhechores y yo que sé cuantos males más por propia voluntad, pero no consiguieron convencerme.
En el momento en que conseguí reunir el dinero suficiente, me dediqué en cuerpo y alma a buscar una casa como la que tenía.
Una casa de una sola planta, que desde sus ventanas se viera la mar y si podía ser que de ella a la arena de la playa no hubiera que dar más de dos pasos.
Tres años me costó encontrarla y al fin, cuando ya casi estaba a punto de lanzar la toalla, apareció.
No sólo se veía la mar, sino que desde la terraza y tan sólo bajando dos escalones, mis pies ya se hundían en la arena de la playa.
Estaba sola, no tenía vecinos, sólo la mar como única compañía. A veces como una dulce melodía, otras embravecida y enfadada, dando fuertes golpes contra el espigón que quedaba a unos 100 m. escasos.
Nadie entendió porque quería ir a vivir allí. Alejada del pueblo. Sola. Nadie entendía que era eso lo que buscaba. Soledad.
Me pasaba horas enteras sentada en aquel viejo sillón que ya encontré en la casa y al que la única reforma que  hice, fue aumentar su espuma, taparlo con una vieja colcha y ponerle unos cuantos cojines, con el termo de café al lado, encima de una desvencijada mesa, coja, mi taza de café preferida, mis cigarrillos y un cenicero.
Dejaba que mis ojos se cansaran hasta llegar a picarme en el intento de ver más allá del infinito. Había días de mar calma en que se fundía la línea divisoria entre mar y horizonte, formando un todo que no podía separar mis cansados ojos.
En un año, era el tiempo que llevaba allí viviendo, mi piel, morena de natural, había adquirido un permanente tono tostado.
Los días fríos del invierno, también salía, aprovechando las horas de sol a sentarme allí.
También lo hacía cuando la lluvia era fina y seguida y no las tremendas tormentas que por allí solían menudear en los más crudos días de invierno.
Cuando la tormenta era fuerte, entraba el sofá en casa y me sentaba en él poniéndolo frente a cualquiera de los lados de la casa, rodeada toda ella, por una enorme galería.
Un día tenía que entretenerme a contar cuantos vidrios rectangulares, separados por finos listones de madera había en
total.
Era este un pensamiento recurrente que siempre acudía a
mí en los días de temporal.
Miraba y miraba a la mar y esperaba, siempre esperaba. Sólo lo dije una vez. Cuando me preguntaron que para que quería ir a vivir allí si escribir podía hacerlo desde cualquier lugar. Mi respuesta fue que iba allí a esperar.
Nadie me pregunto el qué, afortunadamente. Digo, afortunadamente porque no me gusta decir palabras altisonantes o desairar a nadie. Pero a nadie le importaba el que o a quien esperaba y mi respuesta, seguro, hubiera sido ácida y tajante.
Cierto que había días en los que hasta yo me preguntaba por que seguía aferrada a aquella ilusión, porque seguía esperando, era absurdo pensar que me encontraría allí alguien que ni tan siquiera sabía donde estaba para poder decirle mi paradero.
Bebí un sorbo del ardiente café, y encendí otro cigarrillo, me gustaba tanto el café y fumar… Me costó un poco y tuve que agachar la cabeza y con una mano proteger la llama del encendedor, el aire lo apagaba y no podía prender bien el cigarro.
Apartándome el pelo de la cara, miré hacia el espigón pensando que ya iba siendo hora de meterme en casa.
El sol estaba ya a punto de hundirse en el agua y una luz rojiza daba un brillo especial a la arena.
Me pareció ver que desde el Paseo, más allá del espigón una figura alta y alargada saltaba a la arena. No le di mayor importancia. Muchos eran los que gustaban pasear a aquella hora por la desierta arena.
Volví mis ojos hacia la mar. Pero, algo que no sabría explicar me hacía mirar una y otra vez a la figura que ya había sorteado el espigón y seguía caminando en línea recta hacia donde yo estaba.
Era un hombre, llevaba los zapatos en una mano, los pantalones remangados, supongo que para salvarlos del agua, y una antigua bolsa de piel de viaje en la otra mano.
El aire agitaba la chaqueta de su traje y en cambio no se llevaba el sombrero “Panamá” que se mantenía en su sitio impertérrito.
Un fuerte golpe de viento, al fin, lo arrancó de su cabeza y lo trajo hasta mis pies.
Me agaché para recogerlo. Lo sostuve entre mis manos, siempre me han gustado los sombreros, tanto para caballeros como para señoras, especialmente el “Panamá” para ellos y el auténtico “Cordobés” negro y de buen fieltro para ellas. No pude evitar acariciarlo y me giré para esperar al estrafalario personaje que
lo había perdido.
Al moverlo un conocido aroma me aturdió. Sorprendida clavé mi mirada en el sombrero como si éste pudiera decirme algo que yo ni me atrevía a preguntar.
No hizo falta, una voz añorada, amada y largamente esperada, susurró muy cerca de mí:
- Sabía que me esperabas, pero siempre has dominado a la perfección el arte de escoger los sitios más complicados y de difícil acceso para hacerlo.
Las lágrimas cegaban totalmente mis ojos, le miré pero no le ví.
Tan sólo sentí sus brazos encercando mi tembloroso cuerpo.
Mi espera había terminada. La mar, una vez más, había cumplido su pacto, devolviéndome al que durante tanto tiempo y en silencio seguía amando.