Salí a
la calle como con desgana, no tenía ganas de andar, pero tampoco me apetecía
quedarme en casa mirando la televisión hasta que la cabeza me quedara cuadrada
como la pantalla.
Era una
tarde gris, empezaba a refrescar. El veramp ya estaba lejos, era el día 3 de
noviembre.
Levanté
el cuello de la gabardina, até fuerte el cinturón y miré hacia ambos lados de
la calle dudando que direcciòn tomar. Me decidí por la izquierda.
Sin
saber cómo llegué a Las Ramblas de las Flores, estaba tan preciosa como
siempre. Avancé entre las paradas, admirando en cada una de ellas las exóticas
flores que ahora vendían, añorando un poco,
los tiempos en que sólo eran claveles, lirios, mimosas, rosas y las flores
propias de la estación.
Bajaba
hacia el mar, cuando al fondo de una de las paradas, en un viejo balde de zinc,
ennegrecido por el paso de los años, las ví. Allí estaban. Las primeras
violetas. Eran tan hermosas, tan sencillas, tan perfectas.
Sin
dudarlo ni un instante pedí que me hicieran un ramito de ellas, uniendo varios
manojos, porque eran tan minúsculos que apenas si
se
veían las flores entre las hojas verdes.
Las
pagué a un precio, que, ahora, al pensarlo, aún me hace sentir escalofríos,
pero no me importó. Para qué estaba el dinero sino para permitirme aquellos
pequeños regalos.
Me las
entregaron y hundí la nariz en ellas. Estaban húmedas y desprendían su
habitual, sutil y dulzón perfume.
Mis
ojos se llenaron de lágrimas y, aunque tarde, comprendí que no tenía que
haberlas comprado.
Cada
año me pasaba lo mismo, aunque no mirara el calendario, sabía perfectamente el
día en que debía acudir a Las Ramblas de las Flores y comprar mi ramito de
violetas.
Hacía
muchos años lucí en mi pecho un ramito de violetas un 3 de noviembre. Fue el
día más feliz de mi vida. Los recuerdos empañaron mi mente y las lágrimas mis
ojos.
Las
apreté fuertemente contra mi pecho, dejé que mi alma se escapara en un profundo
suspiro, y, con el dorso de la mano sequé mis húmedas mejillas.
En unos
instantes pasaron tantas imágenes ante mí que tuve que apartarme un poco del
tumulto de la gente para apoyarme en un árbol, me sentía mareada y débil muy
débil.
Sabiendo
que no debía hacerlo, continué caminando hasta llegar al puerto, allí me senté
al final del paseo, y me quedé inmóvil, con las violetas apretadas contra mí,
mirando fijamente al mar, esperando, como si de él me fuera a ser devuelto lo
que en su día desapareció.
No sé
el rato que estuve allí, pero cuando me levanté ya había oscurecido del todo y
hacía frío.
Me
arrebujé en la gabardina y haciendo uso de todo mi valor, me acerqué a la
orilla del puerto, miré fijamente a la mar, como para convencerme de que no iba
a devolverme nada, y con gesto rápido tiré el ramito de violetas, sintiendo al
hacerlo que parte de mí se iba con él.
Me giré
deprisa tropezando con alguien. Alcé los
ojos, y ellos crearon la ilusión de hacerme creer que estaba viendo la cara que
tanto y tanto buscaba entre todo aquél que se cruzaba en mi camino.
Ahogué
un grito, separándome tambaleante, con suma amabilidad el señor con el que
había tropezado, se apresuró a sujetarme, la verdad de no haberlo hecho, creo
que hubiera caído al suelo.
Farfullé
intentando dar las gracias y explicarme a la vez, cosa imposible ya que además
estaba sollozando.
El me
alargó un pañuelo, agradecida lo tomé y al acercarlo a mis ojos vi las
iniciales bordadas en él.
Entonces
sí, entonces sí que tuvo que sostenerme con fuerza, porque perdí el
conocimiento.
Cuando
volví a abrir los ojos, vi los suyos clavados en los míos, llenos de
preocupación y congoja, y en el fondo amor, un amor profundo y sereno como el
de siempre, como el que recordaba tan bien,
No pude
pronunciar palabra y sin embargo nos dijimos tantas cosas. Cuando recobré la
voz sólo le pregunté: “¿Estamos vivos o muertos?”,
Estalló
en carcajadas, a pesar de sus lágrimas, me besó y abrazándome fuerte, fuerte me
dijo:
“No,
estamos vivos, muy vivos, y dónde y cómo siempre debimos estar, juntos”,
Ay
señor!, estiré las piernas, y busqué a ciegas las zapatillas debajo del sofá.
Miré hacia el balcón, ya era de noche, empezaba a sentir hambre.
Me
levanté y mientras iba a la cocina pensaba que tenía que dejar de jugar con
aquéllos sueños en los que sin querer, pero queriendo, me volvía a sentir viva
de nuevo, pero que luego me hacían
muchos más duro el continuar.
La casa
estaba vacía como siempre. Encendí la luz de la cocina y con una melancólica
sonrisa me acerqué al mármol sobre el que había un diminuto jarrón con un
ramito de violetas seco, y que, milagrosamente, permanecía entero pese al paso
del tiempo.
Con un
gesto rápido lo cogí, abrí el cubo de la basura y estuve casi a punto de tirarlo. Pero no pude.
Volví a dejarlo pensando. “El próximo año cuando llegue el 3 de noviembre, ya
veremos qué hago”
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