viernes, 3 de agosto de 2012

EL RAMITO DE VIOLETAS



Salí a la calle como con desgana, no tenía ganas de andar, pero tampoco me apetecía quedarme en casa mirando la televisión hasta que la cabeza me quedara cuadrada como la pantalla.
Era una tarde gris, empezaba a refrescar. El veramp ya estaba lejos, era el día 3 de noviembre.
Levanté el cuello de la gabardina, até fuerte el cinturón y miré hacia ambos lados de la calle dudando que direcciòn tomar. Me decidí por la izquierda.
Sin saber cómo llegué a Las Ramblas de las Flores, estaba tan preciosa como siempre. Avancé entre las paradas, admirando en cada una de ellas las exóticas flores que ahora vendían, añorando un poco,  los tiempos en que sólo eran claveles, lirios, mimosas, rosas y las flores propias de la estación.
Bajaba hacia el mar, cuando al fondo de una de las paradas, en un viejo balde de zinc, ennegrecido por el paso de los años, las ví. Allí estaban. Las primeras violetas. Eran tan hermosas, tan sencillas, tan perfectas.
Sin dudarlo ni un instante pedí que me hicieran un ramito de ellas, uniendo varios manojos, porque eran tan minúsculos que apenas si
se veían las flores entre las hojas verdes.
Las pagué a un precio, que, ahora, al pensarlo, aún me hace sentir escalofríos, pero no me importó. Para qué estaba el dinero sino para permitirme aquellos pequeños regalos.
Me las entregaron y hundí la nariz en ellas. Estaban húmedas y desprendían su habitual, sutil y dulzón perfume.
Mis ojos se llenaron de lágrimas y, aunque tarde, comprendí que no tenía que haberlas comprado.
Cada año me pasaba lo mismo, aunque no mirara el calendario, sabía perfectamente el día en que debía acudir a Las Ramblas de las Flores y comprar mi ramito de violetas.
Hacía muchos años lucí en mi pecho un ramito de violetas un 3 de noviembre. Fue el día más feliz de mi vida. Los recuerdos empañaron mi mente y las lágrimas mis ojos.
Las apreté fuertemente contra mi pecho, dejé que mi alma se escapara en un profundo suspiro, y, con el dorso de la mano sequé mis húmedas mejillas.
En unos instantes pasaron tantas imágenes ante mí que tuve que apartarme un poco del tumulto de la gente para apoyarme en un árbol, me sentía mareada y débil muy débil.
Sabiendo que no debía hacerlo, continué caminando hasta llegar al puerto, allí me senté al final del paseo, y me quedé inmóvil, con las violetas apretadas contra mí, mirando fijamente al mar, esperando, como si de él me fuera a ser devuelto lo que en su día desapareció.
No sé el rato que estuve allí, pero cuando me levanté ya había oscurecido del todo y hacía frío.
Me arrebujé en la gabardina y haciendo uso de todo mi valor, me acerqué a la orilla del puerto, miré fijamente a la mar, como para convencerme de que no iba a devolverme nada, y con gesto rápido tiré el ramito de violetas, sintiendo al hacerlo que parte de mí se iba con él.
Me giré deprisa  tropezando con alguien. Alcé los ojos, y ellos crearon la ilusión de hacerme creer que estaba viendo la cara que tanto y tanto buscaba entre todo aquél que se cruzaba en mi camino.
Ahogué un grito, separándome tambaleante, con suma amabilidad el señor con el que había tropezado, se apresuró a sujetarme, la verdad de no haberlo hecho, creo que hubiera caído al suelo.
Farfullé intentando dar las gracias y explicarme a la vez, cosa imposible ya que además estaba sollozando.
El me alargó un pañuelo, agradecida lo tomé y al acercarlo a mis ojos vi las iniciales bordadas en él.
Entonces sí, entonces sí que tuvo que sostenerme con fuerza, porque perdí el conocimiento.
Cuando volví a abrir los ojos, vi los suyos clavados en los míos, llenos de preocupación y congoja, y en el fondo amor, un amor profundo y sereno como el de siempre, como el que recordaba tan bien,
No pude pronunciar palabra y sin embargo nos dijimos tantas cosas. Cuando recobré la voz sólo le pregunté: “¿Estamos vivos o muertos?”,
Estalló en carcajadas, a pesar de sus lágrimas, me besó y abrazándome fuerte, fuerte me dijo:
“No, estamos vivos, muy vivos, y dónde y cómo siempre debimos estar, juntos”,
Ay señor!, estiré las piernas, y busqué a ciegas las zapatillas debajo del sofá. Miré hacia el balcón, ya era de noche, empezaba a sentir hambre.
Me levanté y mientras iba a la cocina pensaba que tenía que dejar de jugar con aquéllos sueños en los que sin querer, pero queriendo, me volvía a sentir viva de nuevo, pero  que luego me hacían muchos más duro el continuar.
La casa estaba vacía como siempre. Encendí la luz de la cocina y con una melancólica sonrisa me acerqué al mármol sobre el que había un diminuto jarrón con un ramito de violetas seco, y que, milagrosamente, permanecía entero pese al paso del tiempo.
Con un gesto rápido lo cogí, abrí el cubo de la basura y  estuve casi a punto de tirarlo. Pero no pude. Volví a dejarlo pensando. “El próximo año cuando llegue el 3 de noviembre, ya veremos qué hago”

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