Carlos y yo formábamos una pareja estable. Tonteamos
un año y poco y ya hace tres que vivimos juntos. Hablábamos mucho, nos lo
contábamos todo. Confiábamos plenamente el uno en el otro y además, sexualmente,
nos iba bien. Dos o tres polvetes semanales eran fijos, a veces más y si alguna
que otra vez había fingido un orgasmo, sólo había sido para no desanimarlo.
Hace cinco meses Carlos cumplió 35 años. Quise hacerle
un regalo importante, contundente, que a la vez que le demostrara mi amor,
diera a entender que aunque nuestros gustos, no siempre coincidieran, yo respetaba los suyos.
Uno de los gustos no compartidos, y que alguna que
otra refriega nos había costado era la extraña adoración que él sentía por todo
cuanto “artefacto” informático o
mediático, o social pero tipo ordenador salía al mercado. Todo, según él,
servía para aprender. Opinión sólo superada por mi feroz odio hacia los mismos.
Un día llegó a casa,
agitando un catálogo ante mis
narices, gritando:
-
Este es el mejor, el no
va más, jamás lo superarán. Lo
- “compraremos” cuando nos sea posible.
Reconozco que mi actitud no fue la adecuada cuando
le pregunté si también freía patatas. Bajo su fulminante mirada me disculpé tan
bien como supe. No quisiera el Señor que se iniciara otra discusión por el
dichoso tema.
Cada día, al volver del trabajo, lo encontraba
acariciando las páginas del catálogo y con la mirada perdida en un punto del
infinito.
Poco antes de su cumpleaños tenía visita con el dentista. Siempre le acompañaba,
porque verlo llorar sólo por la calle, daba pie a opiniones de lo más diverso.
Mientras esperaba recordé que aún no sabía que
regalarle. Busqué con la mirada el montón de revistas viejas que siempre hay en
las salas de espera, y encima de todas ellas estaba el catálogo “intocable” que
Carlos guardaba en casa.
Más por curiosidad que otra cosa, lo ojeé. Incluso
intenté leerlo. No entendí nada. Sólo que los había de diversos colores y que
las fundas para guardarlos eran una pasada, parecían bolsos. Al darle la vuelta
en la última página, cuatro palabras me
cegaron haciéndome perder la razón “PAGUELO EN COMODOS PLAZOS”.
Salté como si me pincharan en el culo, ¡Ya tenía el
regalo perfecto!.
Al día siguiente se lo expliqué a mis amigas. de
viva voz a las cercanas y por teléfono a las lejanas. Incluso hasta a mi madre
llamé. Todas dijeron lo mismo. ¡NO LO HAGAS!
Desoyendo sus consejos, al salir del trabajo corrí a la tienda, en la que entré
atropelladamente y medio ahogada, catálogo en ristre (hábilmente escamoteado
por la mañana) y gritando quiero uno de éstos, pero a plazos.
Amable y extrañamente rápido me facilitaron el
papeleo los trámites con el Banco, todo.
Sin casi darme cuenta ya tenía el objeto en las
manos envuelto para regalo, y un montón de papeles firmados por mí aceptando
los pagos aplazados. Miré el precio total, con los intereses añadidos, y el
importe mensual a abonar en los próximos 24 meses. Me dio un ligero vahído, la
verdad.
El día de su cumpleaños, saqué el regalo del armario
y se lo entregué a Carlos con una sonrisa de oreja a oreja.
Frente a mí estaba él, escondiendo algo detrás y
sonriendo temblorosamente.
Momentáneamente intrigada, sin pensarlo más, le
grité:
- “Felicidades cariño, no te enfades. Es caro. Pero
te lo mereces”
Lo desenvolvió pálido y sudoroso. Al verlo, se sentó.
Asustada pregunté qué le pasaba. Abrazándome,
contrito, me confesó que cómo sabía que yo no entendía del tema, se había
autorregalado uno, porque 35 años sólo se cumplen
una vez. En silencio pensé 36 también pero callé. Y me dio el otro paquete.
Tragando saliva y lágrimas susurré:
- Y… ahora ¿qué?
Sonriendo animoso dijo. Tranquila que lo he comprado
a plazos, ahora tenemos uno para cada uno. Te enseñaré a jugar.
Me faltó valor para decirle que los plazos eran
dobles.
Tampoco pude recordarle que nos habían subido el
alquiler del piso considerablemente.
Quise que fuera feliz ese día.
Llevamos cinco meses sin hablar apenas. Me enseñó a
jugar y sólo de vez en cuando lo dejo ganar.
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