viernes, 25 de mayo de 2012

BUSCANDO EL LUGAR...




Todos, absolutamente todos y el que diga que no miente, tenemos un lugar imaginario al que nos trasladamos mentalmente cuando  sentimos que ya no podemos más, que el descanso nos es del todo necesario.
 No iba a ser yo menos, también tengo el mío. Si así lo deseáis entrad y os lo enseño.
Cuando me pesa el alma del cansancio  con el que el día a día la va llenando, cierro los ojos, respiro a fondo y me voy…
Lo que primero llega a mis sentidos es el olor. Ese intenso, olor a salitre, a mar, lo que ya me dice que estoy muy cerca del soñado lugar. Después veo  un color. El azul concretamente, el azul de mi cielo mediterráneo, del cielo bajo el que nací, pero sólo un trozo, como si algo me lo ocultara en parte.
Luego llega  una brisa suave, con regusto a sal  que agita ligeramente unas finas y transparentes cortinas de un blanco inmaculado.
Sigo mirando, pero aún no sé dónde estoy. Veo las puertas entreabiertas de un balcón de madera, esas puertas mitad madera, mitad cristales en la parte de arriba.
Son cuadrados y no muy grandes, separados por fino, Las puertas de ese balcón tienen porticones, con pestillo,  para cerrarlos en las noches en que el mar anda de fiesta y enfría con sus remolinos el ambiente. Tanto las puertas del balcón como los porticotes están pintados de color castaño, agradable, sólido y sobre todo muy cálido.
Lo siguiente que veo es el suelo, son baldosas rojizas, antiguas, algunas desportilladas. Veo un buen trecho de ellas.
Camino dando la espalda al balcón, pero tengo la visión del trozo de cielo vívida en mi mente.
Tropiezo con una cama. Una cama antigua, vieja, tapada con colcha de ganchillo, mullida, que invita al descanso.
No lo pienso dos veces y me estiro sobre ella. Casi quedo sepultada. Dominada ya por la pereza, me giro hacia el balcón… y, ¡Ah Qué maravilla!, ahora lo veo todo.
La baranda del balcón es de hierro, sencilla, recta, con barrotes delgados, separados entre sí  y una baranda para apoyarse algo más ancha, pero no demasiado. Los barrotes me dejan ver lo que hay bajo ese maravilloso cielo mediterráneo.
El mar, ese mar quieto y suave, que pocas veces se enoja, y que viene y va dejando un rastro de espuma blanca sobre la arena. Por los colores del mar y el cielo deben ser, aproximadamente entre las cinco y las seis de la tarde.
La habitación está a la temperatura ideal, el calor queda fuera. La playa está desierta y puedo contemplar el mar hasta cansarme,
Noto que alguien me cubre con una suave sábana, me acomodo mejor.
Sigo mirando el mar, aspiro su aroma, oigo el rumor de sus olas, y poco a poco dejo que mis ojos vayan cerrándose, pero mantengo firmemente grabada en mi mente la imagen creada por ella con el
único deseo de serenar mi espíritu…
Y, aunque os parezca mentira, así sucede, es entonces, cuando me renuevo y me siento capaz de volver a amar y ser amada. 

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