Todos,
absolutamente todos y el que diga que no miente, tenemos un lugar imaginario al
que nos trasladamos mentalmente cuando
sentimos que ya no podemos más, que el descanso nos es del todo
necesario.
No iba a ser yo menos, también tengo el mío.
Si así lo deseáis entrad y os lo enseño.
Cuando
me pesa el alma del cansancio con el que
el día a día la va llenando, cierro los ojos, respiro a fondo y me voy…
Lo que
primero llega a mis sentidos es el olor. Ese intenso, olor a salitre, a mar, lo
que ya me dice que estoy muy cerca del soñado lugar. Después veo un color. El azul concretamente, el azul de
mi cielo mediterráneo, del cielo bajo el que nací, pero sólo un trozo, como si
algo me lo ocultara en parte.
Luego
llega una brisa suave, con regusto a
sal que agita ligeramente unas finas y
transparentes cortinas de un blanco inmaculado.
Sigo
mirando, pero aún no sé dónde estoy. Veo las puertas entreabiertas de un balcón
de madera, esas puertas mitad madera, mitad cristales en la parte de arriba.
Son
cuadrados y no muy grandes, separados por fino, Las puertas de ese balcón
tienen porticones, con pestillo, para
cerrarlos en las noches en que el mar anda de fiesta y enfría con sus remolinos
el ambiente. Tanto las puertas del balcón como los porticotes están pintados de
color castaño, agradable, sólido y sobre todo muy cálido.
Lo
siguiente que veo es el suelo, son baldosas rojizas, antiguas, algunas
desportilladas. Veo un buen trecho de ellas.
Camino
dando la espalda al balcón, pero tengo la visión del trozo de cielo vívida en
mi mente.
Tropiezo
con una cama. Una cama antigua, vieja, tapada con colcha de ganchillo, mullida,
que invita al descanso.
No lo
pienso dos veces y me estiro sobre ella. Casi quedo sepultada. Dominada ya por
la pereza, me giro hacia el balcón… y, ¡Ah Qué maravilla!, ahora lo veo todo.
La baranda del balcón es de hierro, sencilla, recta, con barrotes delgados, separados entre sí y una baranda para apoyarse algo más ancha, pero no demasiado. Los barrotes me dejan ver lo que hay bajo ese maravilloso cielo mediterráneo.
La baranda del balcón es de hierro, sencilla, recta, con barrotes delgados, separados entre sí y una baranda para apoyarse algo más ancha, pero no demasiado. Los barrotes me dejan ver lo que hay bajo ese maravilloso cielo mediterráneo.
El mar,
ese mar quieto y suave, que pocas veces se enoja, y que viene y va dejando un
rastro de espuma blanca sobre la arena. Por los colores del mar y el cielo
deben ser, aproximadamente entre las cinco y las seis de la tarde.
La
habitación está a la temperatura ideal, el calor queda fuera. La playa está
desierta y puedo contemplar el mar hasta cansarme,
Noto
que alguien me cubre con una suave sábana, me acomodo mejor.
Sigo
mirando el mar, aspiro su aroma, oigo el rumor de sus olas, y poco a poco dejo
que mis ojos vayan cerrándose, pero mantengo firmemente grabada en mi mente la
imagen creada por ella con el
único
deseo de serenar mi espíritu…
Y,
aunque os parezca mentira, así sucede, es entonces, cuando me renuevo y me
siento capaz de volver a amar y ser amada.
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