Estoy agotada, son
las tres de la madrugada. He dado tantas vueltas en la cama que sudada,
desesperada y agobiada decido levantarme. Ellos, todos, siguen durmiendo.
Me voy a la cocina
sin hacer ruido. A través de su ventana veo deprimentes tejados y antenas
deformes. Alargo la mano hacia el paquete de tabaco. ¡Mierda! sólo hay tres
cigarrillos. Corto uno por la mitad, lo enciendo con los fósforos de la cocina.
Siento el estómago
revuelto, como si no hubiera digerido bien la cena, me aparto el pelo de
la cara y descubro que está mojada, estoy llorando, en silencio, sin hacer
ruido.
Sin hacer ruido… así ha sido mi vida, una sucesión de hechos estúpìdos, amargos, dolorosos, permitidos con mi silencioso consentimiento.
La vida, mi vida, ha pasado, así, sin más. Nunca pensé que podría haber sido diferente. Siempre he bailado al son que ellos tocaban. Jamás me he rebelado, he permitido que ellos me llevaran de aquí para allá a su antojo.
Ellos. ¡La familia! Mi familia. ¡Qué ironía! Ahora que todo está a punto de derrumbarse, dicen que la familia debe permanecer unida. No sé para qué. Me lo explicaron `pero no presté atención, sólo pregunté que era lo que querían que hiciera, me lo dijeron, pero no me acuerdo. Ya no los escucho.
Lo poco que queda
del medio cigarro me quema los labios. Doy una última chupada, lo apago en la
concha que utilizo de cenicero. Se niega a morir, es pura ceniza y sigue
humeando.
Comparándolo con mi vida, avergonzada, comprendo que ese medio cigarro ha sido más valiente en la suya, tan corta, que yo en la mía, tan larga. Ha luchado por ella, mientras que yo tan sólo he respirado para seguir malviviendo.
Eso sí, sin hacer ruido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario