Desde
muy pequeña me fascinaron unos dibujitos minúsculos que aparecían en unas hojas
de papel que, por aquel entonces, me parecían enormes, y que mi abuelo con suma
paciencia me enseñaba día a día.
Uno de
ellos, no recuerdo cuál, hablando en el tiempo, me enseñó
que
aquellos dibujos eran letras, y que con las letras se formaban palabras, que se
podían leer y que eran igual que las habladas, o sea que también ellas
explicaban y decían cosas que yo podía entender. Que las hojas grandes eran
“diarios”
Inmediatamente
solicité aprender a dibujarlas y a unirlas para saber leer y poderme explicar,
cuando no me permitían hablar.
Mi
asombro no tenía techo. Desde ese momento me enamoré de las palabras. Me
emborraché de ellas, no quería dejar de leerlas, de aprender lo que me
explicaban. De escribirlas, de adornarlas, de
amarlas,
cada día un poco más.
Recuerdo
que hasta castigos escolares me comportó ese amor. Mis compañeros no sabían lo
que decían los libros. yo sí. Quizá por ello aprendí muy pronto la grandeza y
el peligro de las palabras.
No
quiero hoy hablar de los peligros, prefiero hacerlo sólo sobre las incontables
bondades, sobre todo, de las de las palabras escritas.
Las
palabras escritas, las que intercambiamos con otros amantes de ellas, permiten
que conozcamos gente que de otro modo jamás entraría en nuestras vidas.
La
palabra escrita es muy ingenua. Cuando la plasmamos en el papel, sin darnos
cuenta, descubrimos totalmente nuestra alma, sin
absurdas
pretensiones ni mentiras engañosas. Nos mostramos
a través de ella sin darnos cuenta. Ahí
reside su grandeza y su mortal peligro, porque es a través de ella como dejamos
al descubierto nuestra verdad.
La
palabra escrita puede enamorar y nos enseña también a amar
La
palabra escrita, ama a los amantes, los
ayudan a expresar sentimientos, que, a veces, por timidez, de viva voz, no
podrían ni tendrían valor de pronunciar.
Une
corazones al azar. Personas que nunca llegaron a pensar que tenían necesidad de encontrar a alguien en quien tanto
amor y confianza depositar hasta que ella, decidió por su cuenta, entrecruzar
sus palabras y poniéndolos frente a frente, los obligó a mirarse, conocerse y
reaccionar.
Un día,
en un instante, en un momento cualquiera, nuestros ojos leen una palabra que
nos toca el alma, a la que no podemos, aunque queramos, resistirnos.
El
momento, ese instante en sí, es rápido y muy corto, pero mucho más poderoso que
nuestra voluntad.
Caemos
rendidos ante la fuerza con que tras la
palabra escrita, se nos muestra una persona, desconocida, fuerte, grande,
inmensa en su totalidad y que ha llegado allí, en nuestro interior, donde nadie
había
estado jamás. Tan sólo a través de una palabra, quien sabe, quizá, hasta
escrita al azar.
Afortunados
y pobres de nosotros, si esto nos ocurre. La impronta de quien allí ha dejado
la palabra escrita nos posee rápido y con gran facilidad.
Poco a
poco descubrimos asombrados, atónitos e impotentes, como la palabra escrita nos ha unido a alguien
a quien entendemos, a quien sentimos, de quien sabemos en todo momento como y
en qué estado está, alguien de quien, aunque queramos, ya no nos podemos separar
y mucho menos olvidar.
Así de
inmensa es la fuerza de la palabra escrita con sinceridad. Capaz de dejar al
descubierto lo más recóndito de nuestra intimidad. Nuestros más bellos y
mejores sentimientos, amor, generosidad, amistad… nos sentimos como poseídos
por un inexplicable deseo que nos impulsa a dar y a nada esperar. Sólo, si como
deseo llamarse puede, nos crea la necesidad de compartir, eso y nada más. Eso
sí, sólo con la persona que ella nos ha puesto al pasar.
Asistimos
cual espectadores ajenos, a la increíble facilidad con que somos capaces de
exponer, sólo a “esa persona especial”, lo que
bajo
candado y doble llave, llevamos encerrado en nuestra alma desde vete a saber
cuanto tiempo atrás. Hasta el punto de que, a veces, son cosas, historias que
creíamos olvidadas ya.
La
palabra escrita ata con lazos invisibles, por eso mismo, lo que ella une, es imposibles
de separar.
A
través de la palabra escrita podemos hallar un alma sincera a la que ni creíamos ni sabíamos que podíamos necesitar, alcanza a
unir corazones totalmente ajenos a su voluntad, siendo luego muy difícil, por
no decir imposible, volverlos a separar.
Tal es
la fuerza de la palabra escrita, ante la que, por mi parte, me he rendido ya.
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