martes, 16 de octubre de 2012

PROMESAS DE LA MAR




Hacía frío, me arrebujé en la enorme manta de lana que me había echado sobre los hombros para salir a la terraza. Me resistía a
entrar en casa.
El mayor acierto de mi vida había sido la compra de aquella casa. Todos me llamaron loca, dijeron que me exponía a ladrones, malhechores y yo que sé cuantos males más por propia voluntad, pero no consiguieron convencerme.
En el momento en que conseguí reunir el dinero suficiente, me dediqué en cuerpo y alma a buscar una casa como la que tenía.
Una casa de una sola planta, que desde sus ventanas se viera la mar y si podía ser que de ella a la arena de la playa no hubiera que dar más de dos pasos.
Tres años me costó encontrarla y al fin, cuando ya casi estaba a punto de lanzar la toalla, apareció.
No sólo se veía la mar, sino que desde la terraza y tan sólo bajando dos escalones, mis pies ya se hundían en la arena de la playa.
Estaba sola, no tenía vecinos, sólo la mar como única compañía. A veces como una dulce melodía, otras embravecida y enfadada, dando fuertes golpes contra el espigón que quedaba a unos 100 m. escasos.
Nadie entendió porque quería ir a vivir allí. Alejada del pueblo. Sola. Nadie entendía que era eso lo que buscaba. Soledad.
Me pasaba horas enteras sentada en aquel viejo sillón que ya encontré en la casa y al que la única reforma que  hice, fue aumentar su espuma, taparlo con una vieja colcha y ponerle unos cuantos cojines, con el termo de café al lado, encima de una desvencijada mesa, coja, mi taza de café preferida, mis cigarrillos y un cenicero.
Dejaba que mis ojos se cansaran hasta llegar a picarme en el intento de ver más allá del infinito. Había días de mar calma en que se fundía la línea divisoria entre mar y horizonte, formando un todo que no podía separar mis cansados ojos.
En un año, era el tiempo que llevaba allí viviendo, mi piel, morena de natural, había adquirido un permanente tono tostado.
Los días fríos del invierno, también salía, aprovechando las horas de sol a sentarme allí.
También lo hacía cuando la lluvia era fina y seguida y no las tremendas tormentas que por allí solían menudear en los más crudos días de invierno.
Cuando la tormenta era fuerte, entraba el sofá en casa y me sentaba en él poniéndolo frente a cualquiera de los lados de la casa, rodeada toda ella, por una enorme galería.
Un día tenía que entretenerme a contar cuantos vidrios rectangulares, separados por finos listones de madera había en
total.
Era este un pensamiento recurrente que siempre acudía a
mí en los días de temporal.
Miraba y miraba a la mar y esperaba, siempre esperaba. Sólo lo dije una vez. Cuando me preguntaron que para que quería ir a vivir allí si escribir podía hacerlo desde cualquier lugar. Mi respuesta fue que iba allí a esperar.
Nadie me pregunto el qué, afortunadamente. Digo, afortunadamente porque no me gusta decir palabras altisonantes o desairar a nadie. Pero a nadie le importaba el que o a quien esperaba y mi respuesta, seguro, hubiera sido ácida y tajante.
Cierto que había días en los que hasta yo me preguntaba por que seguía aferrada a aquella ilusión, porque seguía esperando, era absurdo pensar que me encontraría allí alguien que ni tan siquiera sabía donde estaba para poder decirle mi paradero.
Bebí un sorbo del ardiente café, y encendí otro cigarrillo, me gustaba tanto el café y fumar… Me costó un poco y tuve que agachar la cabeza y con una mano proteger la llama del encendedor, el aire lo apagaba y no podía prender bien el cigarro.
Apartándome el pelo de la cara, miré hacia el espigón pensando que ya iba siendo hora de meterme en casa.
El sol estaba ya a punto de hundirse en el agua y una luz rojiza daba un brillo especial a la arena.
Me pareció ver que desde el Paseo, más allá del espigón una figura alta y alargada saltaba a la arena. No le di mayor importancia. Muchos eran los que gustaban pasear a aquella hora por la desierta arena.
Volví mis ojos hacia la mar. Pero, algo que no sabría explicar me hacía mirar una y otra vez a la figura que ya había sorteado el espigón y seguía caminando en línea recta hacia donde yo estaba.
Era un hombre, llevaba los zapatos en una mano, los pantalones remangados, supongo que para salvarlos del agua, y una antigua bolsa de piel de viaje en la otra mano.
El aire agitaba la chaqueta de su traje y en cambio no se llevaba el sombrero “Panamá” que se mantenía en su sitio impertérrito.
Un fuerte golpe de viento, al fin, lo arrancó de su cabeza y lo trajo hasta mis pies.
Me agaché para recogerlo. Lo sostuve entre mis manos, siempre me han gustado los sombreros, tanto para caballeros como para señoras, especialmente el “Panamá” para ellos y el auténtico “Cordobés” negro y de buen fieltro para ellas. No pude evitar acariciarlo y me giré para esperar al estrafalario personaje que
lo había perdido.
Al moverlo un conocido aroma me aturdió. Sorprendida clavé mi mirada en el sombrero como si éste pudiera decirme algo que yo ni me atrevía a preguntar.
No hizo falta, una voz añorada, amada y largamente esperada, susurró muy cerca de mí:
- Sabía que me esperabas, pero siempre has dominado a la perfección el arte de escoger los sitios más complicados y de difícil acceso para hacerlo.
Las lágrimas cegaban totalmente mis ojos, le miré pero no le ví.
Tan sólo sentí sus brazos encercando mi tembloroso cuerpo.
Mi espera había terminada. La mar, una vez más, había cumplido su pacto, devolviéndome al que durante tanto tiempo y en silencio seguía amando.


4 comentarios:

juan dijo...

muy bueno,buenissimo.genial

Jolofra dijo...

A ver si ahora me deja, que llevo intentándolo desde ayer...

Precioso, con un final feliz que no siempre ocurre... Hacía mucho que no te leía y ha sido una sorpresa de lo más agradable!

María.

Unknown dijo...

Juan, consigues animarme muchísimo. Gracias
Madrecelta

Unknown dijo...

Siempre tan generosa conmigo. Un abrazo María.
Madrecelta