Paseaba
sola, tranquila, sin pensar, cuando de no sé dónde salieron las primeras notas
de aquella vieja canción que creía haber olvidado ya.
Fue
como si me dieran una bofetada en pleno rostro. Fui incapaz de dar ni un solo
paso más. Me quedé allí, quieta, temblando, intentando averiguar de dónde
procedían las notas de aquel dulce son.
Ciega
por las lágrimas que repentinamente empañaron mis ojos, fui hacia el lugar
desde el que provenían. Primero lentamente, luego no pude más y lo hice
corriendo, por temor a no llegar a tiempo, a que antes de que pudiera encontrar
a quien las hacía sonar, la música hubiera terminado ya.
La
razón me decía que lo que yo esperaba no era verdad. Que la canción sonaba por
casualidad, que tú no ibas a estar allá, pero el corazón tiene razones que la
razón no entiende, y me dejé dominar por la sinrazón que pudo más.
Cuando
llegué, mi sorpresa fue tal, que aún ahora no sé como pude ahogar el grito que luchaba
por salir de mi garganta.
Estabas
allí. Reconocí tu chaqueta, el color de tu pelo, tu olor que llegó hasta mí. Como
en un sueño me acerqué en silencio, no te quise llamar, quería sorprenderte. Casi podía tocarte con la mano cuando la oí,
era una voz, la voz de la persona cuya espalda estaba a punto de abrazar, pero
no era tu voz.
De
nuevo, el deseo de mi amor, volvió a engañar a mi razón. No eras tú el que
hacía sonar aquella canción. Ni era tu
risa, ni tu pelo, ni tan siquiera en el ambiente estaba tu olor.
Avergonzada,
procurando que no me viera el dueño de la espalda que tan cerca había estado de
tocar, di la vuelta apresurada, huyendo para que nadie me viera llorar.
Ya en
la calle miré al cielo preguntándome cuando iba a terminar aquella esperanzada
agonía, sabiendo como sabía que ya nunca te volvería a encontrar.
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